Vi un párrafo que decía: Los niños que peor lo pasan en este mundo, sin duda proceden de familias sin ningún tipo de patrimonio, pero con una educación familiar estricta.



En casa no tienen nada, ni recursos ni contactos, pero insisten en educar a ese niño de manera estricta, que sea especialmente sensato, con la piel muy fina y muy preocupado por las apariencias, evitando a toda costa molestar a los demás.

En cuanto habla, se nota esa sensación de no merecer nada, y un niño así, tarde o temprano, será devorado por la sociedad; que le vaya mal es algo inevitable.

En las familias con pocos recursos, ser “obediente” y “sensato” se considera la sabiduría de supervivencia más económica.

Los padres, que fracasan una y otra vez en la vida real, depositan toda su ansiedad y expectativas en sus hijos, intentando revestirles con una estricta capa de normas morales para protegerles de los sinsabores de una sociedad complicada.

Sin embargo, no se dan cuenta de que esa capa, aunque puede proteger de algunos golpes, también limita enormemente el espacio de crecimiento del niño.

Ser obediente y sensato, no pelear ni discutir, no molestar a los demás… Un niño educado así desde pequeño esconderá toda su agresividad y sensación de poder.

Cuando aparece una oportunidad, su primer instinto es retroceder;
Si le hacen daño, se dice a sí mismo: “aguanta, pronto pasará”;
Si algo va mal, siempre piensa que es culpa suya.

Así, cede y aguanta una y otra vez, y en las relaciones sociales su propio espacio vital es gravemente explotado y exprimido.

Exigir en exceso disciplina en casa es, en esencia, entrenar la obediencia, anulando el coraje para arriesgarse y desafiar la autoridad.

El resultado es que ese niño puede ser un alumno excelente en la escuela, pero en la sociedad se convierte en un “invisible silencioso”, que no se atreve a competir ni a destacar, viendo cómo las oportunidades se las llevan otros que, quizá menos capaces, sí se atreven a dar un paso al frente y a arriesgar.

Si tú eres uno de esos niños, el primer paso para cambiar es mirar valientemente en tu interior y reconstruir tu mundo interno.

Debes darte cuenta, con total claridad, de que esa sensación de no merecer nada y ese miedo al ridículo son cadenas mentales impuestas desde fuera.

Tienes que aprender a devolver las expectativas de tus padres a ellos, dejar de lado el juicio social y empezar a escuchar tu voz interior: ¿Qué me gusta de verdad? ¿Qué tipo de vida quiero vivir? ¿En qué tipo de persona quiero convertirme?

Practica defender con convicción tus propios intereses, y canaliza la energía que usabas para complacer a los demás en nutrirte a ti mismo.

Recuerda: la verdadera fortaleza no consiste en no equivocarse nunca, sino en saber perdonarse cuando se falla; no es no pedir ayuda jamás, sino atreverse a pedirla con sinceridad y a devolverla con naturalidad.

El segundo paso es practicar un crecimiento salvaje en el mundo real.

Debes empezar, conscientemente, desde cosas pequeñas, a desafiar esa inercia que te lleva a ser “siempre correcto”.

Por ejemplo, cometer a propósito un pequeño error en un entorno seguro y comprobar si el mundo realmente se viene abajo;
Expresar abiertamente tu aprecio a alguien que te gusta, aunque te puedan rechazar;
Obligarte a intervenir en una reunión, aunque solo sea para añadir una frase.

Tienes que entrenar tu piel para que sea un escudo resistente, no una máscara frágil.

Este proceso, inevitablemente, traerá consigo momentos de incomodidad y miedo, pero cada vez que te atrevas a dar un paso, estarás liberando la vitalidad reprimida de tu vida.

Al final, descubrirás que la experiencia real suele ser que el mundo no castiga tus atrevimientos.

Tu valentía para expresarte, luchar por ti mismo, molestar y exigir será respondida con más oportunidades y respeto, y el mundo te dará un espacio más amplio para florecer.

No premia solo la capacidad, sino sobre todo esa disposición de atreverse a ser responsable de uno mismo.
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